En la mañana, lo primero que percibe a lo lejos, son los gritos de los borrachos que se van a sus casas o huecos para dormir. En ese instante de pestañas pegadas y saliva chorreante, lo primero que cree sentir es el tufo a alcohol de su padrino y, con mucho miedo, se envuelve en las frazadas de noches pasadas haciéndose un nudito, tratando de desaparecer en un mundo oscuro y misterioso, donde el aire se torna cada vez más caliente e irrespirable. Poco a poco, hay algo, un algo que se mueve y aparecen rendijas de luz que, delicadamente, despiertan sus sentidos: ahora ya no es antes.

Ve, entre brumas de despertares ajenos, un espejo roto que refleja a una mujer de rostro blanquecino, con una pequeña herida en el labio. La Juana, se dice. Le cuesta poner el pie derecho en las heladas losetas manchadas de mugre de días y días de ausencia. Alguna vez, sintió un líquido frío que hizo que sus dedos, al tocarlo, se retiraran como golpeados por una descarga eléctrica. Es la bacinica que olvidó vaciar la noche anterior.

Lentamente, se endereza y estira su cuerpo, como si quisiera tocar el cielo con sus manos. Es el momento en que toma conciencia y su imaginación vuela hacia esa estrella lejana y brillante, que la otra noche, tiritando de frío y subida en la terraza de su casa, veía en medio de la nubecita de vapor que salía de sus pálidos labios. Esa estrella luminosa y lejana, quizás, sea lo verdaderamente real se preguntaba entre sombras irreales de brumosas memorias. No lo sabe.

Poco a poco, como todos los días, las noches se van perdiendo marcadas por un solo rictus. Rictus de rostros que se impregnan de rostros y de rostros y de rostros, hasta convertirse en una mezcla monstruosa de ojos que miran llenos de lujuria vacía y espumosa.Tal vez demasiado, se dice. Pero no, no. Es sólo un comienzo. Ella está sola, la doña Agusta ya hace tiempo que se ha marchado. Es un nuevo día, sólo eso. Nada más.

La Juana se quiere quedar arremolinada entre sábanas pringosas, húmedas de sudores que pueden exprimirse arrojando gotas de pasiones maltrechas y dolorosas. El padrino ya no está, lo sabe, y sólo queda la sensación de su aliento y una imagen borrosa de su blanquiñoso rostro; sin embargo, algo resuena en su mente... es el tac, tac, tac de un corta uñas con una cruz blanca. Fue la cara de su padrino la que la Juana veía en todos los hombres que la oradaban sin cesar, en medio de jadeos sofocantes; eran las manos del padrino las que acariciaban su cuerpo haciéndole un daño más grande que el de un cuchillo. Pero él ya se fue y ahora los rostros son otros. Las manos distintas: suaves o callosas, blandas o duras, pero no las que una vez tocaron una piel limpia y con olor a colonia de pétalos de clavel. La Juana debe convertirse una vez más en memoria. Se levanta y recorre el pequeño espacio que separa su cama del espejo y, sentada en un viejo banco forrado con tela floreada, frente al reflejo irremediablemente oscuro de la Juana, comienza perezosa a cepillarse el cabello. Los nudos apelmazados se van deshaciendo, poco a poco, en suaves mechones que van tomando forma.

Por momentos, comienzan a desprenderse, frente a ella, pequeñas motas de luz, como diminutas bailarinas arrojadas desde el aire, que van componiendo una imagen aún no completamente nítida, entre las rajaduras y desconchados vidriosamente brillantes.

La Juana empieza con su diaria renuncia, con su renuente marcha. Ella se limpia la cara con una toallita suave... formas más claras reclaman su sitio en la superficie plateada y negra, junto a la estampita mohosa de María Magdalena que tiene pinchada con un alfiler en el marco de madera del espejo. Trazos de color, piel, arrugas, lunares van tomando posesión del espacio encantado de su reflejo, hasta formar una cara, un rostro igual y distinto, ajeno y propio.