Siente la presencia de almizcle de su padrino, mezclándose con el recuerdo de unas manos que jugaban y jugaban con la Juana. Se aplica rush en los labios y su cicatriz se vuelve nada, nada, una cicatriz que la marca como una intersección entre el pasado y presente y hace que todos los días se pregunte quién es ella de verdad.

La Juana, poco a poco, se aleja del reflejo partido, se tiene que ir muy lejos pero no quiere, se resiste y cada vez la lucha es más dolorosa, está detrás, viendo a la otra de costado y tratando de entrar y volver de nuevo. A veces le da tanta flojera. Le cuesta, preferiría que fueran dos no más y considerarla como su hermana grande, la que nunca tuvo pero que siempre mostraba su perfil al costado de la regordeta mano de su mami.

Ve, detrás de un visillo mugriento, que la vida comienza en la callejuela que se estira como un serpiente, en busca de una presa. Por supuesto, son sus diarias locuras, fantasías que hacen que, por un momento, olvide la lucha que se lleva a cabo en lo más profundo de su alma. Observa a doña Elvira andar con pasitos cortos muy rápidos, hacia la iglesia que se encuentra casi pegada a la casa en la que vive desde que abandonó el lugar donde murió su madre; huele con agrado el sutil aroma del pan que don José saca a la puerta de su tiendecita, olor que invade la habitación por un instante y que hace que la boca se le deshaga en un delicioso hilillo de saliva; escucha el bullicio matutino de los niños que van a las escuelas próximas. Todo es un cúmulo de sensaciones que la alejan de lo inevitable, de lo que sucede cada mañana: dejar atrás un nombre que sólo significa algo en recuerdos que se presentan cuando, por fin, el último hombre de la noche se pone los calzoncillos, satisfecho como un macho cabrío, orgulloso y pavoneante, dejándola echada en una cama que, poco a poco, se irá transformando en un lecho de cobijo y refugio, a pesar del sudor que siente en las profundidades de la noche.

En ese duermevela que marca un inicio de libertad, confía y está segura de que, en último término, el triunfo será suyo ya que el engaño continuo y totalmente controlado que ejerce sobre los cuerpos desparramados en convulsiones acuosas de sus amantes la hacen poderosa. Por supuesto, a veces pierde el control de sí misma; a veces la necesidad de sentirse alguien hace que, en medio del laberinto de miembros y jugos, se encienda una chispa que le dice que esta vez sí, que ahora será distinto, pero la chispa se esfuma en jadeos y, de nuevo, tiene que tomar las riendas de su destino.

La Juana tarda en despedirse, ha sido la invasora del sueño adolorido, de muslos agotados, de vaginas abiertas.

Pero la Juana se tiene que marchar, aunque sea difícil. La Juana vivió otra vida, diferente, pero al mismo tiempo igual. Sufrió, sintió pero nunca tuvo el control de su vida, otros la poseían, sacudida y torturada por silencios y amarguras inconfesables. Se sintió humillada sin saber qué era la humillación. Se hundió en un océano de preguntas sin respuesta sin saber salir a flote, hasta que un día, frente al espejo rajado, el dolor comenzó a desaparecer y la Juana empezó a reconquistar el espacio robado a su alma, decidiendo ser ella y no ella al mismo tiempo. La Juana se miró horas, días, meses, hasta que por fin, como si se cumpliera la leyenda de que de tanto mirar un espejo se presenta un espíritu, apareció un rostro completamente distinto que la hizo estremecer en un primer momento; era el rostro de una mujer diferente a lo que ella era hasta ese momento, eran su cara y sus labios, sus ojos y sus cejas pero en ese momento ya no era más la Juana. Algo había cambiado y comenzó a ser ella.